A los 13 años escuché por primera vez la palabra dictadura. Había empezado el secundario en una institución muy distinta a la primaria católica a la que había asistido antes. Nunca nadie me había explicado lo que era un desaparecido y la palabra abuela no tenía ninguna connotación extra ni peso alguno. De alguna manera me compré un pasaje de ida a ese terreno insoportable de cuestionar las cosas. Tuve el gran privilegio de acceder a una educación donde las materias relacionadas con las sociales no implicaron un cúmulo de datos, fechas o convenciones sino que estimularon el pensamiento crítico. Creo que en parte ésta es la razón por la cual por un tiempo mi yo de 17 años, en ese trajín de decidir qué quería estudiar (nunca decidir si quería estudiar, claro) imaginé que debía dedicarme a la antropología, a letras, o filosofía, pues me había convertido en una persona crítica y sensible y a eso se dedican las personas críticas y sensibles.
Cuando estaba por egresar me puse a dar clases particulares de matemática a pibes más chicos. Necesitaba un poco de plata porque quería irme de viaje y se me daban bien los números y explicar procedimientos. Para mí implicó una responsabilidad un poco más grande que la de simplemente explicar algo bien. Si tenés adelante tuyo un pibe un 16 de febrero que está a punto de repetir y sabés que poner una letra distinta a lo que está acostumbrado a ver puede desencadenar una catarata de frustración, es mejor ir con mucha tranquilidad.
Una changa transitoria me había enseñado una cosa que espero aplicar toda la vida: nunca dar por sentado que la gente sabe algo. » ¿Sabés sumar fracciones?», » ¿Sabías que si yo en lugar de una x acá ponía una t es lo mismo?». Enfrentarte a alguien a quien le enseñaron toda su escolaridad que la matemática es difícil y que si no le sale algo es un tarado no es algo para tratar así nomás. Desde mi lugar no-docente siempre intento explicar que la matemática no es difícil. O mejor dicho, es tan difícil como construir una mesa, cocinar una torta o tejer con dos agujas. Aprender un procedimiento para rendir una prueba del secundario no es difícil. Es más, si buscas en youtube »función cuadrática» te aseguro que encontrás al menos 50 vídeos distintos explicándola en menos de 15 minutos. En este caso, la labor de un formador (y no lo quiero poner en términos de »bueno» y »malo», porque uno puede tener ganas de enseñar con todo el amor y dedicación del mundo pero una currícula de dos horas por semana y un programa con el que cumplir no lo permite) es poder enseñar pensamiento crítico mediante un conocimiento que parece ser lo más cuadrado y estructurado del mundo.
El pensamiento crítico puesto en práctica a través de la ciencia »dura» es recontra posible.
Estoy en los primeros años de una carrera de ciencia »dura» y ya siento el cerebro enchufado de otra manera. Estoy empezando a construir una cajita de herramientas que de dura no tiene nada y me ayuda a poder preguntarte ‘’¿por qué?’’ ante todo y, llamativamente, de una manera muy parecida a la que me enseñaron a cuestionar la historia.
Tengo que admitir que por más contenta que me ponga entender la ciencia desde esta persepctiva, también me entristece un poco ver la falta de éste pensamiento crítico y sensibilidad social de muchas personas con las que comparto. Creo que, en parte, tiene que ver con lo que pensaba yo a mis 17 años. Se piensa que la gente que dedica la vida a la ciencia (o a la docencia de ésta) está encerrada en un laboratorio o en un aula sacando cuentas como una maquinita en piloto automático, y una persona con ese destino no necesita preocuparse de huevadas sensibles.
En el ingreso a la carrera, hablando con compañeros, el tema de discusión era a dónde se querían ir todos cuando se recibieran.
»A mi me gustaría quedarme acá…».
De repente era un marciano. Era inentendible por qué alguien que estudiaba 6 años decidiría quedarse acá para ganar »dos mangos» (porque también tenemos una visión muy sesgada de una ciencia únicamente para la exportación y para una industria localizada en potencias mundiales).
Unas semanas atrás me desperté leyendo una horda de personas (muchas de la comunidad científica) desprestigiando el trabajo de Adrián Paenza. Adrián Paenza es una de estas personas que enseña que entender y hacer matemática no es fácil, pero como no es fácil aprender a hacer la gran mayoría de las cosas por primera vez. Es una figura que permite popularizar el conocimiento y sacarlo de la academia para hacerlo accesible. Porque recordemos: tener una universidad pública no la hace accesible para todo el mundo y democratizar el conocimiento por fuera de las instituciones nos hace, entre otras cosas, más autónomos.
En fin, a mucha gente no le gusta eso. A mucha gente le gusta que el científico sea un iluminado con delantal blanco y pipeta en la mano y que sea totalmente inalcanzable porque yo, que estudié años para esto y me metí en un sistema tan hostil como la academia, no puedo permitir que el populacho sepa cosas que yo estudie con sudor y lagrima. Porque parece que sufrir algo lo vuelve más respetable, y un boludo aprendiéndose 20 cifras de pi (algo que, siento decirle, puedo averiguar en Google en medio segundo) la tiene más grande que alguien que aprendió una demostración en la TV pública.
En tiempos de pandemia se está poniendo un poco en juego esto. Todo el tiempo se está hablando de que falta gente que estudie ‘’ciencia dura’’ cuando después son esas personas a las que se les da la espalda cuando se necesitan recursos para investigar. Con una ridiculización constante del ‘’ñoqui’’ que investiga en el sector público, con un sistema educativo que te vive diciendo que la ciencia es difícil pero que a la vez si no la entendés sos tonto, y con un prejuicio creciente que predica que dedicarse a la medicina tradicional y la ‘’ciencia hegemónica’’ es ‘’venderse’’: ¿Cómo se espera que un chico que recién sale del secundario tenga deseo alguno por estudiarla?
En este momento tan particular, es urgente pensar cuántos y qué tipo de científicos queremos tener en el futuro para poder ser soberanos y un poco más libres en un país donde podamos acceder todos al conocimiento y a llenar nuestra cajita de herramientas para cuestionarnos y construirnos de la manera que lo deseemos.
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