fotografía por Magdalena Garcia
El Tucu parrillero
Por esos días, vivía inmerso en una contradicción. Estaba rodeado de personas, pero solo. Ella, mi compañera de toda la vida, me había abandonado. Y yo, hundido en la tristeza más grande y desoladora, iba por ahí, sin ganas de buscar una explicación y repleto de bronca.
Dos días habían pasado desde su partida. Seguramente su cuerpo, yacía caliente aún; pero mis hijos insistían con juntarse. “Es lo que hubiera querido mamá”, decían para tratar de convencerme. Sabía que nada de lo que ellos hicieran, sería para perjudicarme, entonces, los dejé hacer.
Y ahí estábamos, compartiendo un asado en casa de mi hija, al lado de una persona que nunca habíamos visto. Tucumano, el hombre, tenía un frigorífico entero puesto arriba del fuego, pero con buena voluntad nos hizo un lugarcito en la parrilla. Lo nuestro, en cambio, era mucho más austero: algunos choris, una bondiola, un pollito y achuras. Mientras mi hijo y el Tucu, tenían un duro trabajo como asadores, yo andaba por ahí, tratando de encontrarme o, quizá, queriendo perderme.
Estábamos todos, menos ella. Quienes no quieren verte mal, aseguran que sí estaba: en nuestros pensamientos, en nuestros corazones, en nuestras risas, en nuestras voces, ella estaba. Quizá sea verdad eso de que siempre está y siempre va a estar, no lo sé. Yo, por lo pronto, a todos les digo lo mismo: necesito tiempo. El tema es que no sé cuánto y la espera, parece eterna.
Mientras tanto, desde la parrilla se escuchaba un chiste atrás de otro. El Tucu, había resultado ser un hombre muy simpático, incluso, mucho antes de arrancar a tomar cerveza. Sin embargo, en un momento se apagó. Fue ahí que no dudé en acercarme y consultarle si andaba bien y no, todo andaba mal y se iba a poner peor.
“Estoy triste, mi esposa se está muriendo, tiene cáncer y es irreversible”, dijo así, sin anestesia.
Me desplomé. Automáticamente me vi inmerso en mi propia realidad unos meses atrás. Como si hubiera viajado al pasado, un pasado en el cual Ella aún se encontraba viva. Pero no, nada de eso sucedía ya. Fue entonces cuando comencé a preguntar ¿por qué a mí? ¿Por qué un día como hoy? Me quedé helado al darme cuenta las coincidencias entre su historia y la mía y, mientras buscaba una explicación, le conté mi realidad: “nosotros estamos reunidos con mis hijos porque falleció mi mujer hace dos días, precisamente de cáncer”. Y ahí, el Tucu se encargó de remarcar con mucho énfasis una diferencia que yo jamás advertí: “Ustedes son una familia unida”. Por dentro pensé, “y éste tipo qué sabe si
no nos conoce”. Pero tenía razón, por algún motivo se dio cuenta que somos una familia unida, evidentemente esas cosas se huelen en el aire. “Sin embargo yo tengo una familia de mierda. Tengo cuatro hijos, y uno es más pelotudo que el otro. Mis nueras le dan agua al perro y a mí no me traen ni un vaso vacío. Mi vida fue siempre así. Cuando era chico, papá nos abandonó y me quedé con mamá. A los cinco años vinimos solitos a Buenos Aires y cuando llegamos a Retiro, Mamá me dejó aún más solo y se fue. Nunca más la vi. A partir de ahí viví en la calle hasta los 15 años. Jamás caí en algo raro, a pesar que sobraban los motivos. Se podría decir que soy un tipo con suerte. Sin embargo acá estoy. Laburé desde los 15 años y laburé tanto, que logré comprarle a cada uno de mis hijos un departamento, que puse –obviamente- a su nombre. Pero como son cuatro pelotudos que todo lo tuvieron de arriba, no saben valorarlo. Yo no sé qué pasará cuando mi mujer ya no esté, lo que sí sé es lo que pasa hoy”.
No supe qué decir. Sentía que mi cabeza era como las calles de la India, un caos. Cada cosa que decía, el Tucu la refutaba con algo peor. Llegué a pensar si ese tipo no estaría enfrente mío para que me diera cuenta que no era tan grave lo que me había pasado, pero ¡joder! Se había muerto mi esposa y eso era gravísimo. Y ahí nomás, mi voz interior “finita y chiquita, que no habla con todos” –como dice mi nieta, resonó fuerte en mi oído: “estás vivo, con una familia hermosa, hijos, nietos y el recuerdo de Ella intacto, qué más querés para ser feliz. Mirá a este tipo, sólo, triste, comenzando a transitar ese desvanecer de la vida de la persona que amás. Un camino durísimo que vos ya atravesaste. Y sin embargo, ese hombre con una sonrisa te mira a los ojos y te dice: lo siento”.
Aturdido, sigo sin entender por qué ese día me cruce con él, ni antes, ni después. Lo que sí sé, es que ese día, el Tucu y yo, compartimos mucho más que una parrilla.
por María Cabo
La rueda de la imaginación
Mateo transcurría por la calle abandonada del centro constantemente. Varado por elección propia en ese deshabitado cruce, observaba hacia una de las avenidas, en busca de tal vez un horizonte, pero no divisaba más que la misma ausencia en la que se varaba. Quizás fuese el tiempo que derritió la presencia de otras personas, o el hecho de que nada había que hacer allí. Lo cierto era que, para Mateo, este estado de soledad, de total paseo alrededor de calles, le resultaba complaciente. Y eran calles, no solo una abandonada, eran incontables, diría que un pueblo entero sin nadie más que Mateo. En su compañía solo se extendían edificios que, con las paredes despintadas, contenían la luz del sol y la abrillantaban aún más, dando una especie de capa solar angelical que más que tierna, resonaba poder. “Era luz con ruido”, decía Mateo. Las ventanas de aquellas construcciones tan desorbitantes, tan contemplables, eran de colores múltiples, dando un efecto de arcoíris diario, al pueblo que era habitado por Mateo. Las veredas, el asfalto, se habían desgastado para conformarse una única superficie llana de color grisáceo, que según daba un paso Mateo, los colores variaban entre tonalidades purpura y amarillas. Y él deambulaba, pero no sin camino, sino que transitaba por toda aquella caminata que nadie más hacía, pues como ya se dijo, él estaba solo con la melodía del sol.
Transcurrió semanas enteras recitando con vehemencia sus poemas; en una de las plazas más verdes de todas las que podían encontrarse. No era un escritor que se basase en habilidad ni obstinación a la hora de explayarse. Se consideraba mucho más un interprete de las páginas sueltas que su diario redactaban. En esta condición el construía con historias de poéticas, un mundo de fantasía en el que explicase el porque este pueblo, se hallaba desierto. A veces especulando, ya que el día que llegó como transitorio, lo único que quedaba de la existencia de otra vida, eran los restos de viento que cargaban el polvo de cenizas.
Mateo contemplaba desde balcones a veces, observando cómo la caída era larga, ancha, fulminante, que lo seducía a intentar volarse. De noche ya compartía con otras compañías. Se encontraba con reflejos en los vidrios que brincaban desde estos y lo seguían, admirando con él la absoluta vastedad. Así rumbeaba con disimulo por las subidas y bajadas de un lugar que lo acogía, como si siempre se hubiese hallado con insomnio, a la espera de que Mateo llegase para dejarlo soñar con multitudes recorriendo con griteríos y voluptuosas tradiciones de las civilizaciones.
Uno de tantos sus caminares lo desembocó en una rueda de madera gigante, la cual siempre había estado, pero él nunca había visto. Cubierta por una de las majestuosas piezas de arquitectura, que tanto había admirado de frente, reposaba con un crujir sordo de termitas devorando un roble que sonaba antiguo, que con sensación lánguida le remitía a Mateo el recuerdo a las maquinarias anticuadas como molinetes. Así, reflexionando, calculo, anotando en su libreta junto a uno de los poemas, las medidas ideales que configuraban esta mágica construcción.
Construyó toda una novela en torno a su descubrimiento, relató con más pasión aún que en sus versos; comprendió la confusión de quienes interpretan tecnología inentendible, comprendió el gusto a artesanía. Fue con dedicación que destrabó un pilar básico de este entramado de árboles refinados, la rueda grande contenía dentro, una rueda más pequeña, que el tamaño se adecuaba perfectamente a su estatura. Un día, con el mismo ímpetu con que retozaba por las intransitadas callejuelas, ingresó furtivamente al pequeño refugio. Dentro ya, miró a sus costados fechas anotadas y una serie de nombres que reconocía de sus relatos. Era como si todo lo que alguna vez hubiese escrito, estuviese acordonado en un mismo espacio más allá de su libreta. Requisó el vacío y recostó la cabeza, se sentía muy cómodo. En el reconfortante ambiente, se sintió tan a gusto, que se asentó junto a su lápiz, y comenzó a redactar otra de sus historias. Como si una fuerza automática lo movilizase, se dejó guiar por la inercia de sus dedos desplazándose por sobre la hoja. Se impresionó, orgullosamente, cuando desde una ventana chica por la que se asomaba una vista concreta de la ciudad, todo lo que alguna vez había imaginado, recitado, de forma incipiente, recorría las calles que habían pasado de estar deshabitadas a llenas de vitalidad. Entonces comprendió Mateo, como cuando había llegado al pueblo, o a la rueda, o cuando se transcribía en sus papeles, que este lugar en verdad había estado aguantando su llegada, pues mientras él escribiese, todo seguiría en funcionamiento, mientras él escribiese, todo sería producto de su imaginación.
por Gastón Pinedo
Solo yo me puedo salvar
Me desperté y el plato de comida sigue en la esquina del cuarto. Tardo unos cuantos segundos en abrir los ojos, pero cuando por fin lo logro, los vuelvo a cerrar con desesperación al ver mi reflejo. No sabría decir hace cuantos días repito esto al despertar, dejé de contar cuando llegué a cincuenta.
Todos los días son iguales. No siempre quise que lo fueran. Al principio intentaba entretenerme y mantenerme cuerda a pesar de las circunstancias. Hay noches que la voz de mi mama diciéndome que el ser humano no es una isla y que tenía que dejar de aislarme, me aturde. Hay noches que me hace reír. Después de unos pocos días de soledad, empecé a rendirme.
Lo que sea que haya en la bandeja que me pasan por el hueco de la puerta tiene olor a podrido y prefiero morirme de tristeza que de intoxicación. Cada vez que escucho los pasos y el chillido de la puerta, no puedo evitar gritar con una euforia que no creí tener. Después de que me deja la bandeja y se va, lloro por el ardor en mi garganta y lo ingenua que fui al pensar, otra vez, que mis gritos servirían de algo. Trato de convencerme de que rendirme es lo mejor, pero basta con escuchar el chillido para tirar por la borda cualquier convicción.
Y los espejos no ayudan. Llegué a la conclusión de que ellos son los que me van a terminar de enloquecer. Nunca toleré verme al espejo, nunca. Cuando era más chica lo hacía sin querer y mis manos terminaban con vidrios clavados; siempre fui buena mintiendo y mama nunca se enteró.
Después de unas semanas en este cuarto, intenté romper los espejos, pero no pude. El vidrio está completamente arraigado a la pared y no hay forma de sacarlo. No hay ni un mísero espacio en el que no me vea reflejada. No aguanto la conciencia de mi presencia y me llena de impotencia ver mi reflejo en todo momento. El otro día me arranqué un mechón de pelo.
Hay días que lo único que hago es preguntarme si vos te preguntas por mí. Si estás preocupada, si todavía crees que tengo esperanzas. ¿Ya habrás intentado venir a rescatarme? Cierro los ojos con fuerza para acordarme de los tuyos, pero es inútil si cada vez que los abro me tengo en frente. No me aguanto más. Y solo yo me puedo salvar.
por María Valentina López Lanciotti
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