En la esquina de Congreso y Estomba, un damero que se encuentra entre barridas. La anterior ya lejana y la próxima, necesaria.
Paredes claras decoradas con cuadros de distintos artístas, ninguno muy conocido.
Fotografía y pintura. La mayoría a color y alguno que otro en blanco y negro, haciendo juego con el piso.
Del techo caen con cierta gracia algunas bombillas que hacen su mejor intento por iluminar la totalidad del bar. No me sorprende ver que los lugares más oscuros, en donde la luz débil y cagona no se anima a entrar, sean los más poblados.
Sentados en las sillas de madera hay viejos charletas y viejas historias que me llegan de a tandas, contadas con un entusiasmo viral.
Señoras con pañuelos largos como brazos que las ahorcan, en la mesa un whisky que toman de a turnos con una pasión viril.
Desde donde estoy, mientras hago tiempo, se me empieza a meter café en la nariz. De prepo. Me obliga a tener sed.
Como resignado dejo que siga su recorrido por mi cuerpo sin moverme de la silla. Aunque sé que no me alcanza para pedirme uno.
Quizás si no le hubiera dado esos diez pesos al tipo que abrazaba una manta, desperdigado en el suelo, que claramente no terminaba de ahorrarle cagarse de frío, quizás me alcanzaría para este café calentito. Pero saco un par de cuentas simples y no, ni siquiera.
Pienso en el invierno, en la campera que llevo hecha un bollo en la mochila, la cual no me gustaría que me roben ni tampoco dejarla olvidada.
Pienso en regalarsela al tipo. Mejor no.
Pienso en el verano, y cómo el café del invierno es la cerveza del verano. O al revés. No sé.
Imagino que si un corazon hiciera ruido al romperse, sería tal cual el sonido del gas saliendo de una lata de birra al ser abierta. Al torcerse y deformarse y maltratarse tanto, que la chapita vence y deja salir todo lo que la lata encerraba, en una exhalación.
Me pregunto cuanta gente tomará cerveza y cuanta otra corazones.
Pienso en la mina que me gusta. Podría decirle de hacer algo alguno de estos días. ¿Por qué está ese señor tirado en el piso pasando frío y yo estoy tan cómodo, sentado acá adentro?
Una señora que ronda los setenta años se levanta repentinamente de su silla, en una mesa situada contra una pared del antro. Me llama la atención porque hasta el momento había permanecido prácticamente inmóvil, con las piernas cruzadas y agarrando con su mano izquierda un vaso vacío, que estaba apoyado sobre una servilleta doblada e impoluta.
Se paró de su asiento con mucho más ímpetu del estrictamente necesario. Como si por alguna razón se hubiera confundido a ella misma con un cohete de la Nasa, y sus dos piernas flacas por dos grandes propulsores que la llevarían a las estrellas. Aunque no logran llevarla a ella y su menudo cuerpo más allá del suelo.
Su movimiento rápido debió marearla, porque al cabo de unos segundos de estar parada sin decir ni hacer nada se volvió a sentar. Su brazo retomó su postura anterior y sus largos dedos envolvieron el vaso tal cual lo hacían antes de pararse.
Quizás el movimiento fue tan sorpresivo para ella como para mí.
¿Cómo llegó a quedarse en la calle? Cada vez veo más gente en las calles, de día y de noche. Durmiendo en grupos pequeños o solos. Noto que la mayoría son hombres de mediana edad, aunque hay de todo. ¿Cómo se revierte una situación así? Pienso en pedirle al de la barra que me fíe un café para llevarselo al pobre tipo. Se lo pago otro día, que se yo.
No le encuentro sentido a decirle de hacer algo. Si ella las últimas veces que le propuse salir a comer o tomar algo o pasear o charlar o incluso estudiar, me dijo que no. Que estaba con muchas cosas y que esta vez no pero que la próxima sí. Cagate, hablame vos y decime de hacer algo, yo ya no me gasto más.
Me paro, estiro la espalda sin disimular y largo un pequeño suspiro que me aliviana bastante el pecho. Miro de reojo a la señora de la mesa pegada a la pared mientras voy hacia la barra, se mantiene inmóvil como si no respirara, pero respira. Creo. A mi alrededor los viejos siguen charlando y las viejas siguen bebiendo.
Miro al tipo a la cara, buscando sus ojos, y le pregunto con determinación si me puede fiar un café. «Por favor», agrego velozmente. Él estaba leyendo algo en su celular, distraído, apoyado contra una heladera llena de distintos tipos de coca colas. Básicamente al pedo.
«No» me responde sin levantar por más de un segundo la vista. Espero, sin moverme, que continúe con una excusa o, en su defecto, al menos una razón para negarme el café.
Pero mi espera resulta en vano porque el muchacho, que no debe tener más de treinta años, no amaga siquiera a decir una palabra más.
«No es para mí, es para el señor de la cuadra. Se lo veía en mal estado y quería llevarle algo para tomar», explico.
«Si le querés regalar algo, pagalo»
«¿No me podés hacer el favor? Te traigo la plata en la semana, hoy justo no me alcanza. Puedo darte lo que tengo conmigo ahora y lo que me falta, la próxima»
«Llevale un vaso de agua», me responde cortante, pero ni siquiera se dispone a prepararmelo.
«Hace frío», le escupo.
Saca la vista del celular y la deposita en mí. Veo sus ojos pequeños y curvados hacia abajo, mirandome como si le estuviera hablando a un nene o un perro medio molesto, claramente irritado por la conversación y me dice: «Todos los días hace frío, estamos en pleno invierno»
Ah listo, me quedo mas tranquilo entonces, digo para mis adentros. Le extiendo una sonrisa exageradamente grande y me retiro hacia mi mesa, aunque luego me decido por apuntar a la salida.
Por su parte, el resto del bar sigue con sus haceres, con sus vicios, totalmente ajenos e imperturbados por mi pequeña charla con el camarero. Me jode. Oyentes sordos. Espectadores ciegos. No esperaba que les importara, mucho menos que alguien interviniera. De hecho sabía muy bien que no pasaría y que nadie registraría la situación. Pero por alguna razón cuando me dí la vuelta y nadie siquiera se había girado en nuestra dirección, me dió por las pelotas.
«Viejos chotos, soretes ¿por qué no se van bien a la mierda?», exclamé saliendo por la puerta hecho un tifón.
Aunque no sé exactamente hacia quién dirigía mis insultos y rabia. Últimamente no se con quién estoy tan enojado aunque sospecho que es con todos.
De cualquier modo, nadie se giró para mirarme, estupefactos o asqueados, como se me ocurrió que podía pasar. Creo que estaban todos realmente medio sordos. Lo cual quizás solo aumentó mi enojo.
Hay veces que siento una marea peligrosa de alguna sustancia que desconozco, aunque imagino un líquido rojizo, arremolinarse en mi pecho, subir por mi cuello y estancarse finalmente en mis ojos y mi voz.
Me aclaro la garganta y le doy una bocanada al aire agotado de la ciudad.
Le mando un mensaje más pero es el último, si me dice que esta vez no puede pero que nos vemos la próxima, borro la conversación a la mierda y fue.
Me aseguro de pasar cerca del tipo y le doy otros diez pesos.
«Gracias amigo, Dios te bendiga», me dice desde el suelo roñoso de la calle, la gente ni siquiera se puede dignar de levantar la caca de sus propias mascotas.
Saco la campera de la mochila porque hace mucho frío y asoma la lluvia.
«Dios te bendiga», me repito unas cuadras más adelante. A ese también tengo algunas cosas para decirle.
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