El anfitrión, mi casa es tuya

Una noticia en el diario anuncia la aplicación de una barrera flotante en el mar Egeo de casi 3 kilómetros de extensión, en la zona de las costas griegas cercanas a la isla de Lesbos, donde se encuentra el campamento de refugiados de Moria que es el mayor centro de acogida de migrantes de Europa. De ser “funcional” se prolongará hasta los 15 km, asegura un funcionario del Ministerio de Defensa. Estamos en un contexto global en el que las divisiones de los países por medio de muros son comunes: la frontera de México y Estados Unidos, la barrera que puso Israel en sus límites con Cisjordania, por nombrar algunas. Nicosia, capital de Chipre, es la única capital que se encuentra dividida actualmente. Vale aclarar que ya existe una valla de cemento y alambre de espino que separa Grecia de Turquía.
En una época donde el migrante, el extranjero, es el enemigo, es la amenaza, es el otro, es bueno pensar cuál es la función del que aloja. A propósito de esto podemos pensar la función del anfitrión.

El buen anfitrión es aquel que hace sentir al otro parte de la casa desde el momento en que entra. En pocos minutos enseña alguna que otra costumbre de ese íntimo espacio, propio de quien la habita, contenedor de secretos. Resuelve cierto enigma de quién es con su pequeña introducción al lugar donde el ser se relaja y se despliega. Qué tiene en su escritorio, qué ejemplares componen su biblioteca, a qué le dio importancia a la hora de tomar la decisión de dónde iría la cama, entre otras sutilezas que hacen que nos creamos unos estudiosos de lo cotidiano. Pero sería una lectura muy vaga la de querer definir a una persona por este tipo de intervenciones e invitaciones porque ésa persona lleva todo el día la casa encima, es más, nunca la conocimos sin ella. Si bien la casa es una propiedad, eso no determina que hable de lo propio del ser. Esto es análogo a lo que acontece con el cuerpo. En principio, el cuerpo es la casa que habitamos. Pero para verlo de esta manera hay que repensar el concepto que tenemos sobre casa, ese espacio en el que puedo encerrarme por medio de puertas y ventanas para sentirme seguro y aislarme de la realidad. Sino como el espacio donde soy y habito, es decir vivo, la respiro y tengo mis hábitos. Porque al final no existe un alma encerrada adentro del cuerpo que mira por la ventana y de aparecer algo que la atolondre, se cierra en si. El alma mira por los ojos como lo sería estar sentado en una silla con un mate infinito y una ventana sin postigones por la cual estamos obligados a observar todo el día. En esta relación con el cuerpo no hay llave para cerrar la puerta y aislarse del mundo. La realidad siempre golpea de manera incalculable. 

El paso del tiempo afecta de la misma manera a nuestro hogar como a nosotros mismos. Séneca, un filósofo romano del siglo I d.c., relata en una de sus “Cartas a Lucilio” que al volver después de mucho tiempo a la quinta que había construido con sus propias manos, esta se encontraba en ruinas. No por un descuido por parte del granjero que había quedado a cargo, sino porque la quinta era vieja. Séneca, entonces se pregunta: “¿Qué porvenir me aguarda si tan descompuestos están unos sillares tan viejos como yo?”. Luego se encuentra con un viejo que era portero de la casa, se ríe un poco de su aspecto ya que le parece que está al borde de la muerte, y hablando se da cuenta de que ese viejo decrépito era Felición, el hijo de un granjero a quien él le regalaba estatuillas. La vejez se hace patente a donde quiera que se dirija. Séneca no encontró la quinta en ese estado deplorable por descuido del trabajador jardinero, sino por el inevitable paso del tiempo. Así entonces, si entendemos al cuerpo como la primer casa del humano, es posible pensar una analogía entre el ser y aquellos que habitan una casa. Si aquel que habita una casa nos enseña su vejez, es posible que por su fatiga la casa refleje el estado del paso del tiempo. Entonces, en lo humano, muchas veces el cuerpo nos revela las cualidades del ser que lo habita y visceversa; si hay un cuerpo afectado seguramente esto impactará de algún modo en el ser. Sin embargo, muchas veces, y he ahí un misterio, el humano logra sobreponerse a las fallas y carencias que afectan su cuerpo.

Uno de los consejos que le da Séneca a Lucilio en una de sus cartas, es que en su interior sea todo distinto pero que el porte externo se adecúe a la gente. A lo que se refiere con esto es que, como en ésa época la filosofía era algo odiado por muchas personas, ellos querían que contemplen y aprueben sus formas de vida, sus diferencias existenciales -como preocuparse por cuidar el alma antes que preocuparse por las riquezas y la fama- debían permitir que los extraños lleguen a conocerlos. La diferencia entre “ellos y nosotros” la va a notar quien nos examine de cerca. El que entre en nuestra casa y valore más nuestra persona que nuestro ajuar. Resulta importante decir que la clave hoy en día es que el anfitrión agasaja, abre su casa, pero hay algo íntimo que es lo más singular de esa persona que no puede ser revelado “así como así”. El anfitrión sabrá cuándo y con quién quiere y puede compartir esos valores singulares y personales. Ése es el arte del agasajo, homenajear al otro que entra en la casa propia, pero sabiendo administrar lo íntimo, sin que lo exceda a uno, en el sentido de lo individual. Ahora bien, en lo colectivo, además tenemos la responsabilidad de alojar al otro, al extranjero, y eso también es lo que nos hace humanos.

 

Hay quienes ven a la casa como una fortaleza que los protege del exterior, pero más allá de hacerlo contra las inclemencias del tiempo, como lo puede ser una tormenta, los protege de lo ajeno; desconfían del otro y la casa es el lugar donde guardan todos su bienes, que van acumulando y cuidando. Séneca dice que es más grato hacer una amistad que retenerla, que al artista le da más placer pintar que regocijarse con haber pintado. Podríamos pensar que la forma en que vemos lo propio y el lugar que ocupa el prójimo cuando está cerca de lo nuestro define un poco cómo somos con la vida. Entonces, uno es el lugar donde habita, pero también se define por cómo trata a quienes entran. Aquel arte de agasajar consiste en dejar de lado el desvelarse por mantener o mostrar los bienes y poner, en cambio, en el centro de “la casa” el bien, el supremo bien, que será siempre el bien del otro. Velar por el bien del otro.

Para concluir, podemos pensar que este arte del agasajo y del anfitrión debe transmitirse y ejercerse. Ver a un amigo disfrutar su lugar o el mío es enseñar y aprender que la casa es el otro. Es el lugar donde lo recibo, lo alojo y si hay encuentro, comparto. 

 

 

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