El sentido del arte transformador

La pregunta por el arte como herramienta de emancipación popular pareciera ser muy compleja y a la vez sencilla. Ahora bien, intentemos escaparle a las respuestas que muchos conocemos y entendemos resueltas aunque  no lograras.

¿Cual es el lugar que ocupan y ocuparon los sectores marginales y excluidos de nuestra sociedad en el campo de lo cultural y lo artístico? La razón de este escrito está en pensar no solo qué lugar ocupan dichos sectores, sino qué recursos artísticos y estéticos utilizan para ocuparlo. 

Pensemos un momento en el caso del tan respetado Cristian Alarcón, escritor, periodista y director de la Revista Anfibia. En el año 2003 el escritor chileno se propone escribir un libro sobre la villa y su realidad; se va a vivir a la la Villa San Francisco (San Fernando, pcia. de Buenos Aires) y atraviesa una experiencia enriquecedora que lo lleva a crear «Cuando me muera quiero que me toquen cumbia». Lejos de cuestionar la producción artística de Alarcón, a raíz de todo este hecho cabe abrir la siguiente pregunta, ¿es acaso necesario tener que ir a vivir a la villa para escribir sobre su realidad? Deberíamos empezar a preguntarnos si el arte revolucionario y con vocación de transformar la sociedad sólo es legítimo si se escribe desde adentro de la villa. Propongo que nos incomodemos un poco, inclusive confesando que quien escribe este artículo no es más que otra  piba de clase media reflexionando cómodamente sentada en la computadora. ¿Aquel que es villerx puede escribir sobre su opresión y nada más que sobre su opresión? Me tomo el atrevimiento de pensar que a priori, muchos de nosotrxs podríamos fácilmente responder a esa pregunta por el si. Solo quien es oprimidx y excluidx tiene el legítimo derecho de hablar sobre dicha condición. A mi entender, esta premisa presenta dos problemas: el primero, la construcción de un arte que paradójicamente se pretende transformador pero que no deja de excluir a los excluidos: pareciera ser que quien es villero termina limitado a escribir solo sobre su respectiva condición, quien es trans solo hace teatro sobre su identidad de trans, el inmigrante sólo relata en su película el sufrimiento de su experiencia migratoria, y así podríamos continuar. El conflicto está acá en que dichos sectores sociales terminan produciendo arte que habla exclusivamente de su condición de marginalidad, y toda expresión cultural creada por dichos sectores sólo es validada y legitimada por la sociedad cuando se trata de eso; de denuncia, de la reafirmación de aquel estatus al que pertenecen. Nos gusta la poesía villera, (tambíen) porque reafirma qué es lo villero y esa es la característica que predomina por sobre toda la producción artística en su totalidad.  

¿No puede acaso quien vive en la villa pintar un cuadro surrealista? Escribir novelas románticas? Si la constante denuncia por su opresión es el único lugar que estos sujetos ocupan (¿o dejamos que ocupen?) en el campo artístico, entonces eso es a lo que su identidad se reduce, y aquí aparece el conflicto. Pensando al arte como el lenguaje y la expresión humana que tenemos para acceder a la realidad y transformarla, si el marginadx no puede acceder a la realidad y al arte de otra forma que no sea hablando y produciendo sobre su condición de exclusión, entonces cuan transformador y emancipatorio es ese arte en verdad? 

Esto no quiere decir que estos sujetos sociales tengan que despojarse de su identidad de opresión y construir arte sobre otra cosa: la clave está en que en la construcción de ese arte pueda haber más que denuncia, que no radique en la expresión de la marginalidad. La apuesta debería ser más grande; por una identidad como artista, por un lugar legítimo en la cultura, (legitimado no meramente porque quien lo realiza lo hace desde un lugar de exclusión).  

Una de las obras más reconocidas de la literatura latinoamericana es la clara ilustración de que el arte revolucionario puede ser más que un liso y llano relato de la realidad;  «El beso de la mujer araña»  es una prestigiosa obra del escritor argentino Manuel Puig, publicada en el año 1969. Novela que posteriormente fue llevada al cine con mucho éxito, comienza presentando la historia de dos presos en una celda en una cárcel en Villa Devoto en el año 1975. Molina y Valentín Arregui se encuentran encerrados; el primero es homosexual y está a la espera de su sentencia por corrupción de menores. El segundo, un militante de izquierda detenido por “subversivo”.  Puig narra la historia de un homosexual que encarna la sensibilidad, la delicadeza, el deseo y la sentimentalidad y, por otro lado, un militante de izquierda marxista que representa la objetividad, la racionalidad y la disciplina. Si bien uno podría pensar que la figura del homosexual representaría la feminidad y la de Valentín la masculinidad, a lo largo de la novela las representaciones van mutando y se retroalimentan. Los personajes se van conociendo en profundidad y sus respectivas subjetividades se entrelazan para fusionarse. Una historia de amor que desdibuja (hasta el dia de hoy) los límites de la identidad, lo trans -en su sentido menos literal-, las representaciones de género y sexualidad, entre tantas otras cosas. 

Puig viene a romper con todo aquello que entendemos por el arte transformador y produce en su libro, a través de la estética romántica y novelesca de kitsch, no un espejo que refracta la realidad social sino una obra que produce diversos sentidos, que constituye contundentes rupturas con respecto a un orden social dominante. 

Como bien mencionamos anteriormente, el arte es la expresión humana que tenemos para acceder a la realidad y transformarla. Qué mejor forma de luchar por una emancipación social y popular que dispute contra el sentido hegemónico que a través de lo mejor que tiene el lenguaje artístico: la estética.  -y no estética como lo bello, sino, como dice Rodolfo Kusch, la forma sensible de la ética-.

 

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