Fui para dar una mano, faltaban voluntarios hombres. Llegué y me encontré rodeado de mujeres tan hermosas, que tuve que optar por la estrategia más simple y confiable, quedarme callado para evitar que se desvaneciera el ideal que yo creía estar generando en al menos algunas de ustedes.
Empecé a quitarme la ropa para ponerme el vestido que ella había hecho. Me desnudaba lentamente, procurando lucir lo más delgado posible. Primero el pantalón, por supuesto, porque el pantalón aprieta mi cintura, y solo luego la remera. A vos ya te había visto alguna vez, te había visto mirándome y me gustó. Eran muchas, me rodeaban, me miraban, se hablaban en voz baja. ¿Qué estarían diciendo? No importa.
Me subí a la mesa para que los jueces analizaran el vestido que tenía puesto. Están mirando el vestido, no a mí. «Parate derecho, mirá para adelante y no sonrías, así se te ve más seguro» me decía.
Me bajé y volviste a aparecer vos, la que me miraba. Me pediste que me ponga tu vestido porque tu voluntario se había ido. Era minúsculo, me dijiste que no había problema, que conseguirías a alguien más pequeño para modelarlo. Pero yo quería quedarme un rato más. Te respondí con calma que lo haría entrar, que me dieras dos minutos. Te diste vuelta para hablar con alguien y me diste la espalda. Qué linda espalda.
Tenías puesto algo que quería ser un vestido, pero más bien parecía un cilindro de tela con dos tiras que lo suspendían sobre tu cuerpo. Pero tu cuerpo lo hacía perfecto. Transformaba ese pedazo de tela barata y sin gracia en un vestidito elegante. Recorrí tu espalda con la mirada. El vestido colgaba apenas por debajo de tu cola. Fui subiendo por el camino cóncavo que iniciaba tu cintura hacia arriba, hasta llegar a tus hombros, que del mismo tamaño que tu cintura te hacían parecer una escultura de hielo, fina, elegante y frágil, tan frágil que debía conformarme con mirarte de lejos. Sobre tus hombros, perfectamente perpendiculares a tu cuerpo, como construidos por un escultor que se empeñó en colocar la cabeza de su obra sobre una base perfecta, se apoyaba tu cabeza, adornada por un rodete desprolijo que podía alardear su existencia gracias a tu cuello tan delicado, que podría sostener hasta una peineta de plástico y darle la clase de una diadema de cristales. Ahí parado con tu vestido que apretaba tanto mis costillas que me costaba respirar, me dí cuenta de que era ese vestido el que quería llevar puesto, porque tanto me apretaba que solo me dejaba pensar en una cosa a la vez, y mientras ese pensamiento fueras vos, podría dejármelo puesto hasta ahogarme contemplándote.
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