¿Quién corta la torta? 

Argentina tiene lo que el mundo necesita: minerales necesarios para la transición energética. Gestionarlos de manera soberana se vuelve central pero, ¿Qué significa?

Además de ser el campeón del mundo, Argentina es un país rico. Tenemos los recursos naturales que el mundo necesita para encarar la transición energética. Aquella que la ciencia y la diplomacia multilateral nos exigen que realicemos con urgencia. Los enormes depósitos de litio, así como otros minerales como el cobre o las tierras raras, nos posicionan geopolíticamente en un estado de privilegio. Solo hace falta mirar la dependencia europea de la importación de estos materiales para entender la posición en la que estamos: tenemos lo que necesitan.

Además, Argentina tiene enormes depósitos de agua dulce y es un gran productor de alimentos a escala global. Éstos son los recursos fundamentales para enfrentar la multicrisis que atraviesa al mundo hoy: social, económica, alimentaria, climática, política, etc.

Pero, aun así, y con la fama de soberbios que tenemos los argentinos en el mundo, a veces pareciera que tenemos crisis de autoestima. Por ejemplo, si tomamos el litio como referencia -que es probablemente el mineral más importante de este momento histórico por su capacidad para almacenar y transportar energía renovable- y observamos sus condiciones de exportación, nos encontramos con que lo vendemos por dos mangos, muy por debajo del precio internacional. Permitimos que se subfacture y que la amplia mayoría de la producción la realicen empresas transnacionales que se llevan el material crudo para industrializarlo en el Norte Global. Quizás más que crisis de autoestima lo que nos pase sea “vocación de colonia”, en palabras de Cristina.

En teoría de las Relaciones Internacionales, se llama zonas de sacrificio a los territorios de explotación de recursos naturales. Se los llama así porque la población que los habita tiene peores condiciones de vida que el resto de la población que -en teoría- se beneficia de ellas. Pero, además, las poblaciones locales (generalmente indígenas y campesinas) son ignoradas en sus reclamos por el acceso al agua dulce. Sus denuncias de contaminación, entre otras prácticas perjudiciales de las empresas que explotan sus territorios ancestrales, también son ignoradas. Mientras que escuchar sus consideraciones y dar lugar a sus reclamos podría mejorar la convivencia democrática, los gobiernos provinciales con frecuencia toman el camino de la represión, como vimos con los pueblos indígenas de Jujuy este año. Al llevar los reclamos a la capital, los indígenas buscan con El tercer malón de la Paz, llegar a los debates del Congreso Nacional y a la agenda política en general. Pero tras algunas instancias de diálogo, la política rápidamente retoma la agenda habitual: de la represión a la indiferencia.

Este escenario se repite en todo el país con actividades mineras y extractivas. Entonces, surge el interrogante: entregar los recursos crudos al capital extranjero; despreciar a quienes conocen y habitan el territorio que nos provee de los minerales y alimentos para nuestro pueblo y para exportar y ganarnos el pan en divisa, ¿es una práctica necesaria para el crecimiento económico? ¿Es esa una gestión soberana de nuestros recursos naturales?

Sería ingenuo exigir el cese de todos los proyectos mineros, no solo por la dependencia de nuestra matriz económica a los mismos, sino también por su rol en la producción de energía tanto fósil como limpia. Sin embargo, en este contexto global de auge de los minerales de transición, parece imperativo revalorizar nuestros recursos para cuidarlos mejor; industrializarlos en nuestro territorio y con mano de obra argentina; y, finalmente, exportarlos a mayor precio. 

Es necesario recordar que tenemos lo que el mundo necesita, no para jugar a ser el dios de la energía y los alimentos, sino para pensar un uso colectivo de estos recursos que nos permita proveer mejor calidad de vida tanto para las personas que habitan en las zonas de sacrificio como para el resto de los habitantes de nuestro país. Porque, generalmente, los impactos positivos de la exportación de estos recursos en la economía no se sienten en la clase media y baja. Un poco porque se vende demasiado barato y crudo, y otro poco porque lo que sí llega al Estado, no se redistribuye.En este contexto, como sociedad estamos frente al desafío de romper con dos falsas dicotomías que nos impiden pensar más allá de la protección del capital extranjero. En primer lugar, la que plantea a la sociedad y la naturaleza como entidades separadas. Los humanos somos parte de la naturaleza y no podemos subsistir sin ella. Es decir, modificar y dañar la naturaleza es también modificar y dañar nuestro ecosistema y nuestros cuerpos. Hay infinitos ejemplos, aunque quizás el más palpable es el del impacto de los agroquímicos en los pueblos cercanos a plantaciones de soja. Samanta Schweblin lo ilustra a la perfección en Distancia de Rescate. En segundo lugar, la que plantea que el crecimiento económico y el cuidado del medioambiente son incompatibles. Por el contrario, no hay economía sin ambiente y una gestión soberana y eficiente de los recursos naturales parece ser el camino hacia un crecimiento sostenido y responsable.

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