El mundo tiene un presupuesto, un cheque, pero no en cualquier moneda; no son dólares, ni euros, tampoco yuanes. Es un presupuesto de carbono, valorizado en la cantidad de emisiones de gases de efecto invernadero que podemos emitir para no superar los 2 °C establecidos por la ciencia como un umbral seguro para la humanidad. Es una restricción o una posibilidad de gastar, depende desde el punto de vista del que se lo mire. Es una limitación si como humanidad no somos capaces de hacer las cosas de otra forma, y perpetuamos nuestro entendimiento como partes aisladas de un todo que nos rodea. Pero es una posibilidad si tomamos esta crisis climática, sumada a la sanitaria por COVID-19, como una oportunidad para reconfigurar nuestra interacción con el sistema y, aún más, pensar en su transformación.
Menos de 1000 gigatoneladas de dióxido de carbono equivalente es nuestro presupuesto y se estima que entre 2035 y 2050 nos lo habremos gastado. Esto plantea varios interrogantes: ¿quiénes son responsables de su administración? ¿quiénes deciden gastarlo o no? ¿quiénes deciden por los que no están, las generaciones futuras? ¿quienes deciden cuánto, cómo y cuándo lo vamos a gastar? Es el presupuesto que tenemos 7 millones de personas, cantidad que con el tiempo se irá incrementando.
La Argentina emite aproximadamente un 0,7% de las emisiones globales de gases de efecto invernadero liberadas a la atmósfera, por lo cual podríamos pensar que la responsabilidad de nuestro país en la crisis climática es bastante baja. Sin embargo, somos parte del G20, que reúne a las 20 economías más grandes del mundo, las cuales son responsables de alrededor del 80% de las emisiones. Por su parte, cada argentino emite alrededor de 8,5 toneladas de dióxido de carbono por año, y para lograr los objetivos del Acuerdo de París las emisiones per cápita a nivel global deberían ser inferiores a 3,5 toneladas por año.
Por más que el aporte histórico de países de Latinoamérica a las emisiones globales es bajo (en relación a países desarrollados), es importante analizar por qué se producen éstas en nuestro país. Las emisiones de gases de efecto invernadero de Argentina están íntimamente ligadas al modelo de desarrollo del país, basado en la extracción de recursos naturales, tanto para la generación de energía a través de combustibles fósiles como para la producción de alimentos y otras materias primas. Sin embargo, este modelo también se caracteriza por una concentración del poder, siendo las decisiones tomadas por unos pocos actores (en muchos casos incluyendo compañías multinacionales). Considerando que este modelo no garantiza crecimiento ni estabilidad económica, y que también genera una gran cantidad de externalidades e impactos socio-ambientales, ¿por qué es tan difícil encauzar la discusión hacia la posibilidad de pensar en otro modelo de desarrollo sostenible?
Aunque ordenemos nuestras cuentas hoy y decidamos vivir acorde al presupuesto de carbono en un futuro cercano, esto no nos exime de los impactos y consecuencias producto del despilfarro de quienes tienen una responsabilidad histórica. Lejos de entrar en esta vieja discusión buscando culpables, es necesario construir entendimiento sobre el riesgo que enfrentamos los países del sur global frente a los impactos vinculados al cambio climático.
Factores como la pobreza, el hambre, la falta de acceso a una educación de calidad y a servicios básicos como el agua potable, la existencia de asentamientos urbanos informales, la necesidad de acceso y tenencia de la tierra entre muchas otras cosas, nos permiten entender nuestras vulnerabilidades, qué y quiénes estamos más o menos expuestos a las consecuencias producto del cambio climático.
Reflexionar sobre nuestra situación en torno a ello nos permite situar la responsabilidad en distintas dimensiones, no sólo en términos de disminución de emisiones, sino también de un trabajo colectivo en pos de la construcción de sistemas sociales, económicos, naturales y productivos más justos y mejor preparados frente a los impactos climáticos.
Por Nahuel Pugliese y Luz Falivene de Sustentabilidad Sin Fronteras.
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