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Una experiencia teatral: Los Miedos

“¿Ya empezó? No entiendo.” Un espectador en la primera fila le comenta a quien tiene al lado por lo bajo: Un laberinto de posibilidades, todo pende de un hilo. Las certezas quedan por fuera de esas cuatro paredes y todos los que estamos allí nos vemos en la obligación casi religiosa de sumergirnos con fé ciega en el espacio de lo incierto. Lo desconocido como un viento transformador; desde ahí Los Miedos parte sin punto de llegada.

Los actores corren, repiten textos aleatorios, hablan por teléfono, leen en voz alta, prueban acentos y hasta hacen piruetas. En simultáneo el público tímido y expectante se va acomodando sobre los asientos de pana rojos, observando un tanto atónito lo que está ocurriendo sobre el escenario. En el terreno de esa incomprensión se va evidenciando la esencia de esta propuesta escénica. El trabajo va a contrapelo de la vida real, los conflictos se observan, se exprimen, se utilizan a favor, no se intentan sortear. Si hay cambios repentinos, bienvenidos sean: son el motor principal de esta investigación.

Sobre el escenario de la sala Caras y Caretas hay plantas que cuelgan en distintos rincones, una tarima amplia de la cual sale humo por debajo, una puerta en la esquina izquierda del escenario, una mesa pequeña en el fondo, cerca del telón, y tres escalones que conducen a la pata izquierda. Afuera, el frío otoñal cubre el centro porteño, pero la sala se siente cálida, acogedora, cautivante.

Son las 9.15. La escena entra en trance y junto con ella todos los que están en la sala. El parpadeo de luces de colores fluye al ritmo de una música psicodélica, improvisada por dos músicos, presentes en un extremo del escenario. Hay una chica cantando y tocando un teclado; a su lado, un chico que la acompaña con guitarra. Su sonido es distinto, suave y denso al mismo tiempo. La voz de Jimena Gonik suena a terciopelo, crea una atmósfera ecléctica y magnética. Ella nunca deja de poner la mirada en la musicalidad que las distintas situaciones van precisando. “En mi primera pijamada con amigos nos dormimos”, canta Jimena mientras los actores se van acostando uno al lado del otro sobre el suelo.

El miedo es un velo que lo cubre todo minutos antes de empezar la función, aunque esto no se refleja en los rostros de quienes entran en calor para desplegar sus cuerpos en escena. Nadie entiende bien lo que está a punto de pasar, pero aun así, la entrega es total y el salto al vacío se da de forma colectiva en el instante en que los espectadores notan que hay algo que está empezando a suceder. El volumen de lo que se está gestando en escena comienza a cobrar vida y de un instante a otro todos los presentes en la sala se adentran en ese viaje transformador. Nada es como se supone que “debería ser”. Una actriz comienza llamándose Ximena y su nombre cambia repentinamente a Chudit. El público comienza a coquetear con estas confusiones, se ve seducido, convocado.

Los Miedos comprende algo de lo humano en su aspecto más complejo. Empezar a generar ficción desde lo que aparece en el momento invita a los actores a desarrollar una empatía por las vergüenzas, los estados vulnerables, lo incómodo, y a través de esa empatía comienza a surgir el material. “Me gustaría enamorarme de vos, pero ella tiene su propio altoparlante, ¿Vos tenes tu propio altoparlante?”, exclama uno de los actores.

“Morite como un tatú carreta si tenes huevos”, le grita una de las actrices a otra y la sala se abarrotó de carcajadas. Todos están bajo un efecto hipnótico. El pasaje entre una situación que se desvanece y otra que resurge de esas mismas cenizas es tan fluido que nadie pareciera notar que la trama cobra distintos sentidos de un momento a otro. “¡Quiero dejar de ser un bot!” La situación es completamente otra, y apenas pasaron unos minutos.

El director de la obra está presente en escena, salta, corre y hace piruetas, al igual que todos los demás. Se hace cargo del riesgo que eligió asumir y toma las riendas de lo que pasa durante esa hora y media. Alejandro Gigena abre caminos para que seis actores improvisen situaciones en donde el error va a ser el regalo, va a ser la fuente más poderosa de inspiración. “Acá lo que importa son los valrones, varones, esta es una familia MACHISTA.” Exclama a un actor a una actriz que automáticamente pasa a ser su hija.

Su capitán, Alejandro, guía la iluminación, la música y las situaciones de ficción que van surgiendo en escena, hace pequeños gestos con su mano tanto a los músicos como a los iluminadores para dar indicaciones y emite frases o palabras para indicar a los actores de dónde agarrarse, de dónde morder. Como un todopoderoso omnipresente que todo lo ve, hace un trabajo tan cauteloso y preciso que el público apenas nota su presencia. 

Gigena afila su mirada y capta el punto justo en donde meter bocado para que la situación crezca o para indicar cuando una situación debe concluir, y así dar lugar a una nueva propuesta. “Si mamá está acá se van a apagar las luces,— se apagan— ¿Ves? ¡Ahí está!”, exclama una de las actrices. Si fuera necesario el capitán cede el mando para que la situación avance.

Sobre el escenario todos lucen vestuarios muy similares, de colores tierra, terracota o blanco: Frente a los miedos somos todos iguales, no hay poderes ni roles a ocupar en la obra, más bien son las situaciones las que van acomodando a los actores en distintos lugares como piezas de un juego en el que ellos mismos se ofrecen, como instrumentos al servicio de la ficción. El público acepta las propuestas y sus rostros lucen absortos. “Soy Ivonne de Pinedo”, exclama uno de los actores mientras abre la puerta que está en la esquina, todos hacen una fila y se convierten inmediatamente en sus empleados, casi como un efecto mágico, ninguna propuesta es rechazada, todo es una invitación a seguir explorando.

Lo que no se anticipa y es una sorpresa para todos todo el tiempo, son la adrenalina y el encanto qué Gigena propone en su espectáculo de improvisación. Son las 10:20 y lo que sucede en el escenario no deja de sorprender a los espectadores. Alejandro les hace una seña a los músicos para que inicien una canción en sintonía con lo que está sucediendo en la improvisación, para acompañar el cierre. Los tres intercambian miradas y comprenden que el sonido no está funcionando bien. Él los busca y les indica que se levanten sutilmente y los va conduciendo hacia el centro del escenario, con esa templanza que lo caracteriza. Los músicos, confiando ciegamente en su indicación, se colocan en el centro del escenario, bajo un micrófono de techo y comienzan a entonar la última canción de la noche. Uno a uno los actores van buscando motivos dentro de la situación y se van retirando de escena.

“Esto está arreglado, seguro piensan textos de antemano, no puede ser que se les ocurra todo esto” comentan dos espectadores fascinados entre la masa. No hay caminos que se armen previamente cuando todos los caminos son los correctos. Cuando todo puede cambiar en un instante y sobre todo cuando el goce está en la prueba y no en la virtuosidad de lo que se prueba.

Hay una sola certeza que si queda dentro de esas cuatro paredes: Ningún espectador en la sala va a atravesar la puerta de salida del mismo modo en que entró.

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