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Un cuento enmarcado en el movimiento de realismo mágico. Se sitúa en un pueblo, sus tradiciones y sus costumbres ligadas a lo espiritual abarcan un relato no solo factual, sino también de fábula. Combinados, dan un aspecto de fantasía con raíces hacia lo natural y esencial del mundo en sí.
Los pies de Isabel estaban calzados en zapatos para funeral, se los había comprado el amante tras la muerte de su exesposo, Silvio. Ella sostenía un pañuelo de lana sobre su cara redonda con forma de galleta y limpiaba el rejunte de polvo y lágrimas que acumulaba en la mejilla. El diagnóstico con el que lo habían encerrado en la casa seis meses atrás era psicosis paranoica. Así lo había considerado el médico, Arturo Salvia, que más que certificado de medicina, tenía la moción aprobada en el pueblo Carlos Vives de que su palabra era santa y que conocía más allá de cien kilómetros del pueblo mismo, así que lo santificaban solo porque era lo más cercano a un viajero.
Silvio había pasado la mañana con las gallinas en el corral al fondo de su casa y Tomás Orellana, con su esposa Fernanda Árida, le habían notado que se rascaba la nuca más de lo normal, que los pantalones se le bajaban y que empujaba a los animales con desprecio a medida que avanzaba de cuclillas y escupiendo al pasto. Le notaron que juntaba la mierda de las gallinas con la mano sobre una pala y la apilaba en una montaña al lado de las bolsas de romero y de eneldo. Se acercaron con una botella llena de salmuera que había sobrado de las aceitunas. Silvio se metió en la casa antes de que llegaran a tocarle el hombro.
–¡Silvio! ¡Silvio!
Cuando le gritaron llamándolo, él no se dio vuelta y dio un portazo que resonó cinco casas a la redonda y desconcentró a Luis Altamirano y Flavia Trémulo en medio del sexo. La pareja idílica miró por la ventana para notar cómo Fernanda y Tomás sostenían la botella en sus manos y observaban el portal de entrada a la casa de Silvio con las manos juntas y una confusión notable en la postura de Fernanda, que bajaba la botella hasta apoyarla sobre la tierra, transformando esa confusión en arrepentimiento y más tarde, cuando bordaba una bufanda, en indignación.
Arturo se acercó a la casa de Tomás y Fernanda con el llamado de urgencia en el que, para sus vecinos, Silvio había perdido los cabales y andaba dando vueltas por su terreno con la espalda jorobada, descalzo, y formándose una costra bajo la planta de los pies hecha de ortigas y restos de hormigas a las cuales iba pisando, demoliendo sus hormigueros y dejando que le recorrieran hasta las rodillas.
–Es el calor que lo está poniendo loco – dijo Arturo muy soberbio y tomó un sorbo de una infusión de boldo y sábila–. Es eso, o que extraña a Isabel.
Isabel lo había dejado hace cinco meses. Una madrugada Silvio se acostó en la cama y se le cayó una botella de alcohol desde la camisa al suelo, estallando y despertándola. Sentada sobre las sábanas con la respiración controlada, observó, angustiada, cómo se le consumían los pómulos a Silvio y se le ensanchaba el estómago que poco a poco lo mataba. La mañana siguiente desapareció. No le avisó ni con una nota ni con una carta. Con los días despertó la curiosidad en todo el pueblo que, consintieron, se habían escapado con el otro desaparecido, Plácido Orellana, el hijo, diez años menor que Isabel y Silvio, de Tomás y Fernanda. El día del funeral todos corroboraron que Plácido e Isabel eran amantes.
–Esa mujer se fue y no vuelve – dijo Fernanda, haciendo el último punto de la bufanda–. Si va a volver que me traiga a mi Plácido y me lo deje en la puerta.
Si Isabel se había llevado a Plácido, o si había dejado a Silvio porque lo había decidido así, es algo que no podían corroborar hasta conversar con el paciente en cuestión y tampoco era una posibilidad cercana o resolutiva para el contexto en el que Silvio se encerraba como si hubiese un sismo y su casa tuviese esos sistemas anti-sismos en el techo. Arturo conjeturó que lo mejor en ese caso era dejarlo estar una semana hasta que se le pasara el malestar y volviera a su no tan distinta y maleducada actitud reacia de gruñón.
Al cabo de dos semanas, Silvio empezó a tomar la costumbre de untarse tierra y agua hasta formar una masa barrosa que se le impregnaba a la piel, se le secaba y se le caía en forma de polvo y tierra seca. Caminaba con ramas impregnadas a los callos y verrugas asquerosas, exaltado, haciendo ruidos altivos y clavándole la mirada a todo aquel que se acercaba a hablarle o le gritaba desde lejos. Dejó de limpiarse con jabón blanco, emanando un hedor nauseabundo y cortó algunos mechones de su cabello que ató en forma de atrapasueños, con decorados de piedras de cuarzo, por lo que la gran idealización que generó a través de eso fue que estaba teniendo pesadillas y que la única manera de salvarse era haciendo un curado de los sueños. Ni bien se acercaron a ofrecerle un lavado para lo que creían que era un gualicho, Silvio empezó a revolearles de forma primitiva sus platos, sus tenedores, sus cuchillos, sus pañuelos, sus pedazos de vidrio roto, algunos de sus atrapasueños, sus camisas, sus alpargatas, sus macetas y sus plantas. Iban quedando desparramadas sobre la entrada, destruidas. En el pueblo esquivaban los objetos e iban ocultándose detrás de autos y postes que tapaban la constante lluvia de baratijas que Silvio expulsaba como un mono desde su casa.
Arturo se afligió al ver a Silvio tan recluido y definitivamente concluyó en que la caída consistía en una patología agraviada que, con temor, podía llegar a ser contagiosa.
–Hay que tener cuidado que esto no nos agarre a ninguno de nosotros.
–¿Esto contagia? – preguntó Claudio Sevillana, el dueño de la despensa.
–Sí, los bichos así te dejan como Silvio, sin caso.
Así que el pueblo rodeó un perímetro con cercas de madera de ceibo, con mucho temor a contagiarse de Silvio y dedujeron que la mejor manera de curarlo era permitirle que estuviera encerrado, si hacía falta, para siempre. Atado a la cerca, tomaron varios de los atrapasueños que había revoleado, corriendo el riesgo de enfermarse, y los establecieron en torno a su casa, que dejaron en total aislamiento. Se asomó en cuanto terminaron la obra. Silvio estaba desnudo y sus pies, juraban, tenían la forma de tallos de jengibre y eran feos, muy feos, con tierra tan acumulada que se le formaba una mole hasta las rodillas. Sobre el vientre había una marca de sangre y hasta el pecho, en el corazón, se trazaban varias líneas de vino y hojas de laureles derruidas. Saltó en una pata, después en la otra y gritó ingresando a su casa y dejando al pueblo mudo, que, sencillamente, comenzó a esparcirse y abandonar los alrededores porque se acercaba la hora de la merienda.
Lo dejaron por dos meses y los síntomas que notaban en Silvio se traslucieron hacia fuera, sobre la hierba mal cortada y el frente desarmado de la casa. Cada tanto asignaban que uno de los vecinos hiciera guardia. Se quedaban dormidos o se olvidaban y se iban a hacer otra cosa porque siempre era lo mismo mirar la casa de Silvio, nadie entraba, nadie salía y él no aparecía hace rato. El estado trágico de Silvio pasó a ser aburrido. Lo correcto era deducir que había muerto o que había aprendido a vivir solo sin tener que tratar con nadie. Tomás Orellana se enteró que Fernanda estaba embarazada y se contentaron de que irían a tener otro hijo o hija y se lamentaron de que no pudieran presentarlo a Silvio o a Plácido. La casa de Silvio empezó a tener un vaho a humedad que se desconocía con el olor de los sahumerios de jazmín que encendía todas las tardes Fernanda mientras se acariciaba el estómago y preparaba otra bufanda. A Luis
Altamirano y Flavia Trémulo los encontraron sobre una pila de pasto cortado cerca de sus casas, juntos a varios cajones de verdulería con manzanas y remolachas, ambos desnudos y hermosos, llenos de sudor pegado al cuerpo, olor rancio y las caras agotadas, con las que salieron corriendo de estruendo cuando Claudio Sevillana los expulsó a las patadas por encontrarlos en ese estado sobre la mercadería del pueblo. Arturo se rió mucho de esa anécdota y recordó una visita a otra ciudad, bastante cercana, en la que hablaban de las parejas que se apareaban sobre bolsas de ceniza y carbón para aumentar la fertilidad.
Revisó en casa de Silvio la noche que cumplía años. El caso más desconsolado respecto a la patología de Silvio era el propio doctor, Arturo, más que nada porque la tela de algodón trajeada y bien importada que llevaba puesta le daba un coraje que, mezclado con el vino patero, lo dejaban bien ebrio. Era un corajudo despechado, más que un tipo con coraje. El perímetro que rodeaba tenía colgantes y santos hechos en bronce oxidado e hilos de los atrapasueños con las fotos de la virgen, las cuales hacía rato se habían caído al piso y otras se sostenían casi a punto de caerse.
Arturo traspasó tambaleándose y por poco se da la pera contra el pasto de la entrada, repleto de mierda de perro y de pájaros, que se notaban durmiendo sobre el techo uno al lado del otro. Arrastró los pies, todavía festivos, sobre la puerta, llena de telaraña y varias acumulaciones de hongos sobre la madera que se desarmaban si la movía mucho al tocarla. Empujó y se abrió muy despacio, las bisagras rechinaron solo al comienzo y luego giraron bastante más aceitadas de lo que Arturo había imaginado. El olor llegó al instante. No era el mismo olor a excremento, ni el mismo olor a humedad o el olor calcinante que había en esos hongos incorporados a las astillas; el olor que llegaba era un efluvio escrupuloso con gusto a lavanda y agapanto. Se le aliviaron los poros, sintió una descompresión en el pecho y se apestó de tanta fragancia aromatizada hasta que el alcohol combinado con la humedad lo hizo tener arcadas y ganas de sentarse en el piso a vomitar. Plantas crecidas, por toda la casa, sobre las paredes, recorrían hasta las esquinas con cúbicas que bordeaban las habitaciones. Desde el suelo, un rastro de raíces se estiraba serpenteando a la cocina, de donde provenía un soplo de aire similar al sonido de una respiración. Con el aliento ebrio y las fosas destapándose por el aroma, Arturo se aproximó con las manos apoyándose sobre las columnas y enredándose la ropa, batallando con las extensiones de tierra similares a cables conectados hasta la figura que divisaba enganchada contra las baldosas de la cocina, en forma de maceta y los brazos, estirados en cruz, con la foto de Isabel pegada sobre el pecho y el pelo color rosa, violeta y azul de Silvio, que se descomponía dentro de la maceta, hasta desangrarse.
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